Mucho antes de que los niños ricos dejen de ser niños y descubran las drogas caras que aturden la s
oledad y enmascaran el miedo, ya los niños pobres están aspirando pegamento.
Mientras los niños ricos juegan a la guerra con balas de rayos láser, ya las balas de plomo acribillan a los niños de la calle.
Algunos expertos llaman "niños de escasos recursos" a los que disputan
la basura con los buitres en los suburbios de las ciudades. Según las
estadísticas, hay setenta millones de niños en estado de pobreza
absoluta, y cada vez hay más, en esta América Latina que fabrica pobres y
prohíbe la pobreza. Entre todos los rehenes del sistema, ellos son los
que peor la pasan. La sociedad los exprime, los vigila, los castiga, a
veces los mata: casi nunca los escucha, jamás los comprende. Nacen con
las raíces al aire.
Muchos de ellos son hijos de familias
campesinas, que han sido brutalmente arrancadas de la tierra y se han
desintegrado en la ciudad. Entre la cuna y la sepultura, el hambre o las
balas abrevian el viaje. De cada dos niños pobres, uno trabaja,
deslomándose a cambio de la comida o poco más: vende chucherías en las
calles, es la mano de obra gratuita de los talleres y las cantinas
familiares, es la mano de obra más barata de las industrias de
exportación, que fabrican zapatillas o camisas para las grandes tiendas
del mundo.
¿Y el otro? De cada dos niños pobres, uno sobra. El
mercado no lo necesita. No es rentable, ni lo será jamás. Y quien no es
rentable, ya se sabe, no tiene derecho a la existencia. El mismo sistema
productivo que desprecia a los viejos, expulsa a los niños. Los
expulsa, y les teme.
Desde el punto de vista del sistema, la
vejez es un fracaso, pero la infancia es un peligro. En muchos países
latinoamericanos, la hegemonía del mercado está rompiendo los lazos de
solidaridad y está haciendo trizas el tejido social comunitario.
¿Qué destino tienen los dueños de nada en países donde el derecho de
propiedad se está convirtiendo en el único derecho sagrado? Los niños
pobres son los que más ferozmente sufren la contradicción entre una
cultura que manda consumir y una realidad que lo prohíbe.
El
hambre los obliga a robar o a prostituirse; pero también los obliga la
sociedad de consumo, que los insulta ofreciendo lo que niega. Y ellos se
vengan lanzándose al asalto. En las calles de las grandes ciudades, se
forman bandas de desesperados unidos por la muerte que acecha.
Según la organización Human Rights Watch, los grupos parapoliciales
matan seis niños por día en Colombia y cuatro por día en Brasil. ¿Y
ellas? Hay medio millón de niñas brasileñas que venden el cuerpo, casi
tantas como en la India, y en la República Dominicana la próspera
industria del turismo ofrece subastas de niñas vírgenes.
"Si le
doy de comer a los pobres, me dicen que soy un santo. Pero si pregunto
por qué los pobres pasan hambre y están tan mal,me dicen que soy un
comunista.”
Eduardo Galeano