CREO, SI, CREO QUE UN MUNDO MEJOR ES POSIBLE. Vangelis - The parting

sábado, 28 de enero de 2012

APRENDER EL AMOR de Andrea Bergmann Tomeo



Desde mis primeros pasos adolescentes he estado fuertemente vinculada a actividades sociales comunitarias y solidarias, que me llevaron a conocer varios y variados centros que nuclean, albergan y protegen a personas en situación de riesgo de cualquier tipo, podría llamarse abandono, vejez, discapacidad, debilidad, enfermedad, etc. ...prefiero decir “riesgo”.
A los 14 o 15 años visité por vez primera el cotolengo donde se alojan personas del sexo masculino de 0 a ...años, con diferentes síndromes, malformaciones, trastornos, etc., graves.
De esa visita lo único que recuerdo es al Sacerdote a cargo en aquel entonces, un franciscano con fuerte acento italiano, que sostenía en sus brazos a un hermoso bebote de año y medio, rubio de ojitos chispeantes que no paraba de hacernos caritas y regalarnos sonrisas... El Sacerdote decía que era su “favorito” y que lo cargaba en brazos siempre que tenía oportunidad. El pequeño carecía de brazos y piernas... y se reía alegremente.

No volví al referido lugar hasta hace pocos años atrás.
En mi segunda visita, fui sola, a entregar una donación de frazadas. Muchas personas no quieren ir a sitios como ese porque “les hace mal”, se “bajonean”. Rodeada estaba de esas personas tan “sensibles” y entonces cargué las frazadas y marché solita, pensando simplemente en contactarme con algún encargado y dejarle la donación en la administración. Me recibió un hombre apoyado en dos muletas, le expliqué el por qué de mi visita, casi sin mirarme ni hablarme, tomó el teléfono y llamó a quien correspondía atenderme. Se apersonó un hombre joven, con jeans y remera, presentándose como el Hermano... no recuerdo el nombre, me presenté también y expliqué una vez más para qué estaba allí. Me propuso entonces recorrer las instalaciones y conocer a los internos. Accedí no sin cierta aprehensión, sabía que no iba a ser un recorrido fácil y estaba sola...
Comenzamos por los más chiquitos, una sala con 2 o 3 camitas de niño, adornada con figuras infantiles y algunos juguetes. No más entrar y quedé sin posibilidad de hablar, en la camita que enfrentaba a la puerta, sentado en el medio un niño de tal vez 2 años abrazado a un osito viejo, la mirada triste, totalmente triste, lo cruzaban varios tubos y sondas que entraban y salían de su cuerpito con algunas deformaciones importantes. El religioso me explicó las deficiencias que presentaba el pequeño mientras lo alzaba en brazos y lo acercaba a mi. Le di un beso, pero no sonrió, volvió a su cama con la misma triste expresión. Este también dijo que era su preferido, que a pesar de la terrible problemática de su existencia era un niño muy dulce y le gustaba estar con él. La mirada de ese pequeño la llevo estampada en la memoria y sé que no se borrará jamás. En la cama contigua, separada con una cortina, un chico de 8 años, casi sin movilidad con graves patologías orgánicas, riñones, pulmones, hígado sin funcionamiento normal y una expectativa de vida de muy poco tiempo más. El Hermano me dijo:

—No podemos hacer nada para curarlo o mejorarlo, pero mientras viva aquí lo tendremos lo mejor posible.

No pude emitir sonido, la garganta era un nudo doloroso y los ojos me ardían de lágrimas contenidas, apenas esbozaba una sonrisa obligada tratando de disimular la fuerte impresión que aquellos dos niños me habían causado.
El joven siguió guiándome por el local amable y alegremente.

Pasamos por una sala de terapia para chicos con serios problemas neurológicos, llena de sonrisas y muecas parecidas a sonrisas, con muchas manos extendidas hacias las mías.

Luego subimos la amplia escalinata de mármol hasta el primer piso. Un patio grande y despejado, rodeado de habitaciones, de diferentes usos; dormitorios, salas de juego, de estudio, de trabajo, etc. Al dejar atrás el último escalón, veo una silla de ruedas que gira rápidamente y se dirige más rápidamente aún hacia mi. La conducía un jovencito con Síndrome de Down, frenó casi sobre mis pies y abriendo los brazos me pidió un beso y me abrazó cuando se lo di.
En ese sector también estaban los más ancianos, postrados en sus camas, sin esperanzas más allá del último paso hacia el descanso eterno, si es que son concientes de la existencia de ese paso, si es que son concientes de que hay descanso... No entramos a esas habitaciones.

Más adelante un elevador con trancas de seguridad. Subimos un piso más o dos, no recuerdo bien, y desembocamos en un nuevo espacio común con salas diversas, pasillos, puertas y más salas. En el comedor había varias personas: 2 o 3 muchachos trabajando y conteniendo a varios de los otros muchachos con nuevas variedades de problemas. Gritaban, trataban de seguir alguna indicación de los voluntarios, se subían a las mesas, o simplemente estaban allí quietos, inmersos en sí mismos. Me llamó la atención un joven que estaba parado frente a una pared con un constante movimiento de la cabeza como si fuera a golperla contra el muro. Lo miré, obviamente, y supongo que mi expresión dijo todo:

—Pasa todo el tiempo así, pero nunca se golpea— me dijo uno de los encargados del grupo.

Al seguir el recorrido, pasamos por una puerta blindada con una pequeña ventanita a modo de mirilla, por donde asomaba un rostro bastante desencajado de mirada desorbitada...

—Allí están los más peligrosos, son agresivos e impredecibles, no hay más remedio que mantenerlos aislados— explicó el Hermano Franciscano.

Vi pasar un hombre alto ataviado con camisa de fuerza, vi pasar otros tantos ataviados de cualquier manera, expresando algo o no, mezcla de tristeza, incredulidad, indiferencia, locura, risa, curiosidad...
Curiosidad...
Caminábamos hacia otro sector, cuando se me acerca directamente un hombre de unos 30 años, se pega a mi costado y empieza a mirarme con avidez. El Franciscano también me miró al mismo tiempo, me resultó extraño que el joven religioso me mirara el torso con tanta insistencia. Me miré también pensando que tendría algo llamativo, entonces me dijo:

—Estoy mirando si tienes botones en el abrigo, porque este es fóbico de los botones, va a querer arrancártelos.

No llevaba botones, una campera con cierre, que de todas formas no desilusionó al fóbico, puesto que siguió pegado a mi tratando de tocarme y clavando su profunda mirada. Le hablé, le dije “no tengo botones”, me miró a los ojos y vuelta otra vez a buscar en la campera y tratar de agarrarme, hasta que el párroco lo apartó de mi.

Pasamos unas puertas de vaivén y nos recibieron unas señoras mayores encargadas de la cocina y mantenimiento de ese sector, también muy sonrientes, y más sonriente aún un joven adolescente que no hablaba con claridad y de la comisura de sus labios corría permanentemente un hilo de baba, me tomó del brazo y empezó a besarme la mejilla, diciéndome algo que luego me tradujeron las señoras: “que linda, te quiero”. Para salir de allí después de un rato lograron despegarlo de mi brazo, sin antes darme otro baboso, tierno, puro y sincero beso.
No visitamos los sectores de los más integrados a la sociedad, un grupo de adultos jóvenes cuya problemática no es tan grave y pueden ocuparse de tareas inherentes a los intereses comunes del grupoen general , carpintería, jardinería, panadería, lavadero, etc. El Hermano me explicó que al ser los más “listos” precisamente a veces se “pasan de listos” y entonces hay que ser muy cautelosos en su trato, tal vez mi femenina y desconocida presencia pudiera alterarlos.

A esa altura del camino, creo que ya estaba totalmente entregada, mi capacidad de reacción razonable estaba reducida a su mínima expresión, mi vocabulario era escaso y mi sentir hacia agua por un montón de agujeros emocionales que se iban perforando a medida que avanzaba el recorrido por la institución.

Volvimos a la recepción, el Hermano convocó a un par de internos para que cargaran las frazadas desde el auto hasta el depósito. Los 2 me abrazaron y besaron dándome las gracias profusamente. El chico Down me observaba desde el primer piso cerca de la escalera, con el rabiilo del ojo vi al pasar, al bebé con el osito. Salí del edificio, entré al auto y ante la mirada de otro joven que deambulaba alrededor del auto creyéndose cuidacoches, escondí la cabeza en el hueco del volante y solté el río de lágrimas que venía rugiendo, desde los ojos tristes del bebé hasta este último que me pedía monedas.

Por un buen rato me pregunté y me pregunté, ¿para qué viven estas personas?, ¿cual es su misión sobre la tierra?, ¿qué o quién decide su rara existencia? Recordé a las personas a cargo del centro, sonrientes, pacientes, amorosas, seres “especiales” ocupándose de otros seres “especiales”, conviviendo diariamente con todas las diferentes problemáticas, casos extremadamente difíciles, vidas cortas, silenciosas, o vidas largas...sin vida. Pensé y pensé y entonces sentí que la razón de existir de unos es la razón de existir de los otros, cuidadores y cuidados se necesitan mutuamente y se ofrecen sin condiciones. Recordé todas las sonrisas, las muecas parecidas a sonrisas, las manos y brazos extendidos, la mirada del fóbico, del encerrado, el beso baboso, las “gracias” repetidas en distintos lenguajes. Recordé al que daba la cabeza casi contra la pared, al más deforme, al más desaliñado, al más osco, al más postrado... Recordé cada paso mío en esa tarde de sábado, salí sola de casa a llevar unas cuantas frazadas y al cabo de un rato estaba rodeada de amor en su más pura concepción. Ahí entendí la razón de existir de esos seres: son amor y nada más. Son el amor necesario en el mundo para realmente reconocer el amor y lamentablemente tantas personas no quieren verlo porque “les hace mal”... Pobre gente si les hace mal...

Me hizo bien sentirme por momentos tan mal, sin duda que sí. Me hizo bien el nudo en la garganta, las lágrimas, la sonrisa obligada... me hizo bien sentir que podía entender el amor sólo por amor sin más explicación posible ni razonable.
Me hizo bien saber que existen seres especiales y que sus especialidades no figuran en ningún título universitario ni necesitan público aplaudiendo su magnificencia, me hizo bien el encuentro y el diálogo con el religioso, en términos simples, cotidianos, realistas, sin esperar milagros de ninguna especie, presenciar la vida desde un ángulo diferente, porque aún sabiendo de la existencia de estos casos críticos, poder verlos, sentirlos, tocarlos, escucharlos, intercambiar expresiones, es algo que va mucho más allá de lo imaginable, trasciende cualquier frontera emocional, crea y genera sentimientos desconocidos e indescriptibles... Sentí colmar mi capacidad de aprendizaje en algo más de una hora.

Luego de asimilar todo el bagaje emocional y sentimental, mientras regresaba a casa, pensé: ellos son quienes por encima de muchos otros, tienen la más importante razón de existir: enseñar el AMOR, sin más.
En la voluntad del resto de nosotros está el aprender o no.


 Andrea Bergmann Tomeo

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